Desvisto mi piel de tu piel y alcanzo a colgar palomas en los relojes que aceleren el paso de los días. La cuenta del rosario desde que te fuiste prometiendo hallar momentos en los que quisieras verme. Dejo que el recuento de segundos vaya lentamente añadiéndole fechas al almanaque.
El aire parece detenerse por momentos e imagino que voy corriendo en tu dirección. Me frena la ausencia de un gesto que acompañe mi vuelo, me frena el pensar en que me estrellaré contra el muro que levantaste más allá de China. El miedo a encontrarte sin que me acompañes hunde mis pies en un verano desierto.
Sobrevivo, cuando parece que ya mis pulmones se rinden, tomo otra bocanada de aire, lo justo para seguir caminando con la espalda quebrada, el corazón retenido y la esperanza desesperada.
No consigo una visión que me presente en un futuro desconcertante, no consigo tener un sueño que lanzar al firmamento, no consigo ilusionarme en una vida vivida conjuntamente.
Como una huerta sin frutos arranco las malas hierbas que llevan tu nombre escrito con rabia, tus palabras insonoras esas que te dices en tu cabeza pero que no salen de tus labios, todos los momentos en los que creí en ti, los espacios vacíos entre nuestras manos, la búsqueda de unos ojos que me mirasen con el orgullo de lo correcto.
Puede ser que pidiera peras al olmo, estrellas al día o poesías al funcionario. Quizás anduve mirándome en un espejo que no reflejaba mi rostro, un espejo vampirizado que por imposible no quise ni quiero tirar a la basura donde acaban los objetos irreutilizables, los que están condenados a deshacerse en los basureros, rodeados de ratas y podredumbre. Sigo emperrada, en el fondo de mi una voz pequeñita, inaudible, aguda como el tintineo del hielo en una cueva, me impide una rendición absoluta. Esa que anuncio con clarines y fanfarrias hasta que me quedo sola, hasta que se hace oscuro, hasta que no hay nadie en mil millones de años luz. Y la desoigo, y le grito, y me enfrento a su inútil esperanza, a su creencia en que hubo amor, en que todavía lo hay.
Me parece estúpido seguir escuchándola, subo la música para no oírla y se aparece en forma de corchea y me engancha tirando de mi chaqueta para que la siga, para que que recorra los lugares ya andados. Consigue que me lea como fracaso, consigue que te rescate del cajón de lo vivido. Esa vocecita absurda e infantil que cree en hadas, duendes y princesas. Esa antítesis de la cara que me lavo con jabón. Esa que acallo en todos los momentos del día y que vuelve momento tras momento, pertinaz como un martillo, abriendo agujeros en mis palabras, en mis sentires, en mi voluntad de dejarla en la más absoluta de las mudeces. Esa insensata que no aprende, que no se rinde, que no deja ir. Aún emparedada entre los muros de la testarudez encuentra resquicios por donde colarse y dejarse oír nuevamente.
Esa voz idiota que espera un armisticio, disparando imágenes bellas, amadas, luminosas. Y yo ... yo rezándole a la luna para volverme inmune, sorda, para dejar de estar disociada.
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