lunes, 3 de junio de 2013

Las líneas de tu rostro se borraron


no recuero el recoveco en el que solía descansar mi cabeza tras los largos días de invierno. El olvido se llevó la rutina que envolvía las artes amatorias sin manuales de instrucciones.


A fuerza de no usar mi nombre, se te vaciaron las letras y los números, los puntos cardinales y las siestas.


Mis fotografías olvidadas en un cajón no piden el rescate de un secuestro voluntario, amarillean junto a los aromas del castaño familiar, los sonidos de las hebras de cabellos ancestrales cayendo silenciosamente sobre las alfombras. Me pregunto si tan siquiera los muebles guardarán el recuerdo de la silueta de mi cuerpo, tantas veces en su material horadada. Este ejercicio de la memoria, rendida a la injusticia del olvido, al no reconocimiento, al destierro, me lleva paseando por mi vida como en una película en la que los transeúntes no envejecen, siguen jóvenes y me saludan sonrientes como si nada hubiera pasado.


Me recuerdo como era, sin saber aún quién soy, fuera de apellidos y contrastes. Me recuerdo sin reconocerme, en el ahora, en el ya que lo invade todo dejando fuera futuribles, planes. Me muevo en el presente como la hoja otoñal que lleva el río, consciente de su dirección hacia adelante, ignorante de si su destino la conducirá al mar o la detendrá en sus riberas. Abonaré la nueva vegetación o seré devorada por algún pez que me confunda con algún nutritivo insecto? Creo que no tiene la mayor importancia, mientras renuevo el aire de mis pulmones la corriente sigue su curso, lenta, tranquila, segura. Solo en los espacios en los que el agua se estanca, el sonido de la luz lleva tu nombre en uno de sus brillos. Es entonces cuando vuelvo al pais de los enanos como una anciana alicia con artrosis que le impide colarse por las puertas, crecer en los pasillos, correr por pasadizos y madrigueras de conejos... El tiempo pasa y la memoria se estanca.