lunes, 20 de septiembre de 2010


La familia Izaguirre se reunió en el parque infantil para que los niños pudiesen jugar a sus anchas. Se saludaron cortesmente con un par de besos mientras en el aire flotaban los reproches no hechos, los juicios no emitidos, las críticas que disimulaban entre el aroma de los perfumes de los árboles que atónitos contemplaban las estalactitas que a cada miembro de los izaquirre les nacían en las pestañas.
La madre hablaba sin ton ni son de diagnósticos médicos, pensiones de invalidez y de mil y un trastornos nocturnos que azotaban su sueño como el viento las veletas en los tejados. Todo parecía inmóvil a su alrededor, pese a que los gritos y las risas de los niños se colaban entre las chaquetas que colgaban de sus brazos.
Permanecían impasibles en una especie de letargo que atenazaba sus miembros imposibilitándolos para el abrazo o la caricia. Demasiados años delante del aparato televisivo les habían convertido en estatuas de sal, pese a que cada uno en su interior atesorase las frases que les gustaría decir, aquellas que les gustaría escuchar provinientes de las bocas de los que, en otro tiempo, habían sonado sus mocos o jugado a la pita altura entre respiraciones entrecortadas por el ejercicio.
Tantos años de convivencia, de trato, de muertes y nacimientos amontonados como ropa usada que ha quedado pasada de moda. Qué decir tras la debacle en la que se sumieron tras la muerte del padre, ese ser lleno de energía, derrochador de buen humor. Ese mismo humor que llenaba los silencios, que organizaba los encuentros y que hacía caso omiso a cualquier problema o sentimiento que lo arrastrase lo más mínimo del lugar eufórico en el que se instalaba desde su nacimiento.
Ahora que no estaba el silencio lo invadía todo. Ninguno sabía dónde estaba su lugar, cómo relacionarse con los otros, sobre todo si se encontraban todos juntos. Eran más fácil relacionarse de dos en dos porque en ese reducido coto no había lugar para estratagemas o huídas. Pero hoy en el parque estaban todos juntos y nada hacía presagiar que alguno fuese a decir lo que realmente quería decir. La necesidad no expresada de afecto, apoyo, verdad. Ninguno movió un solo cabello en una dirección que le acercase a comprender la postura del otro. Todos juntos, cada uno en su isla incapaz de echar al mar una botella con un mensaje de auxilio.
Los niños interrumpían de vez en cuando la pantomima, subiéndose en el colo de los adultos que les acogían como si de agua en un desierto se tratase. Bendita infancia en la que aún te echas en brazos de tu madre segura de que no te va a dejar caer, en la que tus tíos te escuchan con atención, en la que encuentras un empujón en un columpio o una carrerilla entre portales.

1 comentario:

mirada dijo...

:-)
Da mucho gusto leerte.