martes, 28 de septiembre de 2010

Esperanza


Llueven estorninos en el patio de la memoria,
cayendo entre alaridos, negros como presagios.
Hambrientos como lobos se alimentan de deseos.
Y corro... y despavorida escondo los restos de alimento
que en mi regazo escondo para que no se endurezca.
Y proyecto nubes como cimientos de una casa
que desaconsejan arquitectos y peritos.
Solamente yo me obceco en lo imposible,
solo yo bordo en las puntillas de los sueños
coordinadas imposibles, hechas de indicativos
que destrozan los pretéritos.
Y no me importa,
y me da igual que no rimen las esquinas,
Me abstraigo de los ciclos naturales,
de la consonancia del duelo y las estaciones.
Me da igual que parezca una loca
cantándole nanas al sol de mediodía,
sacando agua para vaciar el mar,
hirviendo sangre para desatascar las noches,
desasiendo anillos de circulos rojos.
No me importa pasarme la vida soñando,
no mi importa si es tu roce el que encuentro
tras los visillos alumbrados por la luna.
Si el amor es amor, porqué negarlo?
Porqué esconderlo, porqué mentirle.

lunes, 27 de septiembre de 2010


Digo amor al borde la almohada, en el encuentro de la luna y el rocío.
Digo amor entre susurros para que no me oiga el viento que sopla en la ventana.
Digo amor, silenciando una a una las letras que lo componen, digo amor y digo miedo, abismo, distancia, tiempo, negación, olvido,máscara. Digo amor y siento moras que estallan en otoño entre espinas, hojas y lluvia.
Digo amor entre las rocas de un mar que estalla en mareas invisibles que mueven seres minúsculos, diminutas estelas de colores que se apagan y se encienden.
Digo amor desconociendo los significados de nudos hechos con libertades ganadas y perdidas. Digo amor sin esperar respuesta, dibujando corazones de arena que el mar lame hecho lengua. Digo amor y así lo encuentro latiendo desde el fondo, venciendo hechos.

miércoles, 22 de septiembre de 2010


Trotar con paso alegre, como los niños cuando salen de la escuela.
Reír a mandíbula batiente sin pudor, hasta las amígdalas.
Cambiar con la suavidad con la que las hojas mudan de color, dejándose caer cuando es tiempo de que el viento las vuele, la lluvia las deshaga, la tierra las acoja.
Sentir la vida como pulso, ese instante que se da entre inspiración y expiración, entre contracción y expansión, entre la sombra y la luz.
Vacíar mi cabeza de lo inútil como vacío los armarios en el cambio estacional, como libero los lugares de trastos ínservibles, como desnudo mis pies cuando camino por la arena.
Abrazarme entera igual que abrazo a los que quiero, retornando al lugar en el que siento mi sangre, mis vísceras, toda yo, hecha de entrañas entrañables.
Amar como si no quedasen días, horas, segundos, arrrebatada por impulsos de encuentro, de tactos cálidos más allá de las yemas de mis dedos, más allá de la piel que me contiene, más allá de mi misma, de ti, de nosotros o ellos.
Sembrar sin esperar fruto, por el mero placer de hacerlo. Dejar semillas maceradas de sueños, esperanzas. Abonos de recuerdos y olvidos en prados sin cercas ni alambradas.
Escuchar, ver, tocar, oler, mirar con toda mi alma.
Todo esto quiero para mi, todo esto quiero para el mundo.

martes, 21 de septiembre de 2010


Carlos Izaguirre bajó la vista. No soportaba la mirada de su madre. Tras su parloteo adivinaba todos sus reproches, para él simplemente era demasiado. Carlos estaba anestesiado, no sentía nada por ninguno de su familia. Sólo en las ocasiones en las que la enfermedad o las deudas lo acuciaban recurría a ellos para pedirles ayuda. Eran momentos de grandes aspavientos, llantos y gritos de desconsuelo, amenazas de suicidio o accidente fatal que dejarían a su mujer y sus hijas protegidas economicamente para el futuro.
Siempre en el mismo orden Carlos recurría a su despliegue dramatúrgico que tan bien funcionaba. Primero cubatas en alguna asociación cultural, después se compadecía de él mismo imaginando enfermedades terribles entre las cuales resaltaba sobremanera la parálisis total. En especial la de su miembro viril, cosa que le hacía sentir poca cosa, inútil, un semihombre, un ser deshauciado para la vida. Cuando las lágrimas acudían a borbotones y su tono era el adecuado, tras contarle al camarero lo cruel de su existencia, agarraba el móvil y llamaba a su madre. Ella entraba al trapo en seguida, preocupada ante la angustia de su hijo, le instaba a que regresase al hogar materno en el que le escuchaba durante horas y le aconsejaba que dejase ya la vida de crápula que llevaba, que se separase de su mujer que no le quería y le tenía dominado y que diese buena cuenta de varias bandejas de leche frita que un santiamén preparaba. Si el asunto tenía que ver con el dinero o la salud, acudía con la misma solicitud en su ayuda, llegando a abandonar su propia vivienda y trasladándose a la casa de su nuera a la que no podía ver ni en pintura.
Pero siempre siempre siempre después sobrevenía un tiempo de desencuentro, una bronca por las cosas más variopintas: una contestación desafortunada, un desacuerdo en cualquier tontería, un no cuando querìa un si, la llegada de la familia de su nuera... Cosas poco graves que curaba el tiempo y que se olvidaban ante el nuevo ataque de pánico y lágrimas del señorito Izaguirre.
Pero esta vez no, esta vez la cosa era más grave, los insultos menos desatinados, las flechas envenenadas mucho más certeras y el dolor que dejaron mucho más sentido.
Esta vez se trataba de herencias, de lugares, de espacios propios y ajenos, de reconocimientos y afectos. Esta vez ninguno de los dos podía mirar al otro tras meses sin encontrarse. Esta vez sólo la densidad del aire que les rodeaba era incortable. Nada de lo que pudieran hacer o decir los demás ayudaría a que la tensión se disipase. Incluso sus dos hijas, demasiado pequeñas para entender nada, estaban agarrotadas con la abuela, entendiendo en su inconsciencia que no había que ser demasiado cariñosas con ella.

lunes, 20 de septiembre de 2010


La familia Izaguirre se reunió en el parque infantil para que los niños pudiesen jugar a sus anchas. Se saludaron cortesmente con un par de besos mientras en el aire flotaban los reproches no hechos, los juicios no emitidos, las críticas que disimulaban entre el aroma de los perfumes de los árboles que atónitos contemplaban las estalactitas que a cada miembro de los izaquirre les nacían en las pestañas.
La madre hablaba sin ton ni son de diagnósticos médicos, pensiones de invalidez y de mil y un trastornos nocturnos que azotaban su sueño como el viento las veletas en los tejados. Todo parecía inmóvil a su alrededor, pese a que los gritos y las risas de los niños se colaban entre las chaquetas que colgaban de sus brazos.
Permanecían impasibles en una especie de letargo que atenazaba sus miembros imposibilitándolos para el abrazo o la caricia. Demasiados años delante del aparato televisivo les habían convertido en estatuas de sal, pese a que cada uno en su interior atesorase las frases que les gustaría decir, aquellas que les gustaría escuchar provinientes de las bocas de los que, en otro tiempo, habían sonado sus mocos o jugado a la pita altura entre respiraciones entrecortadas por el ejercicio.
Tantos años de convivencia, de trato, de muertes y nacimientos amontonados como ropa usada que ha quedado pasada de moda. Qué decir tras la debacle en la que se sumieron tras la muerte del padre, ese ser lleno de energía, derrochador de buen humor. Ese mismo humor que llenaba los silencios, que organizaba los encuentros y que hacía caso omiso a cualquier problema o sentimiento que lo arrastrase lo más mínimo del lugar eufórico en el que se instalaba desde su nacimiento.
Ahora que no estaba el silencio lo invadía todo. Ninguno sabía dónde estaba su lugar, cómo relacionarse con los otros, sobre todo si se encontraban todos juntos. Eran más fácil relacionarse de dos en dos porque en ese reducido coto no había lugar para estratagemas o huídas. Pero hoy en el parque estaban todos juntos y nada hacía presagiar que alguno fuese a decir lo que realmente quería decir. La necesidad no expresada de afecto, apoyo, verdad. Ninguno movió un solo cabello en una dirección que le acercase a comprender la postura del otro. Todos juntos, cada uno en su isla incapaz de echar al mar una botella con un mensaje de auxilio.
Los niños interrumpían de vez en cuando la pantomima, subiéndose en el colo de los adultos que les acogían como si de agua en un desierto se tratase. Bendita infancia en la que aún te echas en brazos de tu madre segura de que no te va a dejar caer, en la que tus tíos te escuchan con atención, en la que encuentras un empujón en un columpio o una carrerilla entre portales.